Al final de la mañana — Michael Frayn

Le tengo cariño a Michael Frayn. Hace ya muchos años disfruté leyendo La trampa maestra (Headlong, 1999), una novela acerca de un filósofo aficionado a la historia del arte que se vuelve loco al descubrir un supuesto Brueghel en el cuadro que un vecino aristócrata utiliza para tapar unas goteras. Me pareció divertidísima, una mezcla de thriller y comedia que además es didáctica: si alguna vez tengo la suerte de tropezarme con algo parecido a un Brueghel, creo que aún sería capaz de reconocerlo gracias a toda la información que Frayn aporta. Imagínate, hasta podría hacerme rica gracias a él: cómo no lo voy a adorar.

No, esto no es el Headlong de Frayn, pero siempre sienta bien un poco de Queen.

Michael Frayn (Londres, 1933) es dramaturgo además de novelista. Su obra Noises Off (traducida aquí con uno de esos títulos destripadores que tanto nos gustan: ¡Qué desastre de función!) suele aparecer entre las favoritas del público en el Reino Unido. La obra se llevó al cine en 1992, pero no te la recomiendo.

Acabo de leer Al final de la mañana (Towards the End of the Morning, 1967), una novela satírica que nos lleva a Fleet Street, la calle que fue centro de la prensa en Londres hasta los 80. Después, la mayoría de periódicos se mudaron a suelo más barato, ya que la calle en cuestión está entre la City y Westminster, muy cerca de la catedral de San Pablo. Miles y miles de libras el metro cuadrado, vamos.

Frayn, que también ha sido periodista, se basó en su experiencia en el Observer, tal y como el mismo nos cuenta en una entrevista para The Guardian:

La gente cree que mi novela Al final de la mañana estaba basada en The Observer o en The Guardian. Era una oficina ficticia, pero sí que tomé prestadas algunas características de [el periodista] John Silverlight para mi personaje central, John Dyson. Era un personaje cómico, muy excitable, pero yo le tenía mucho afecto.

En la novela, el citado John Dyson trabaja como editor en la sección de crucigramas y columnas sobre naturaleza de un periódico mientras sueña con ganarse la fama como estrella de la televisión. A su cargo están el joven y mucho menos ambicioso Bob Bell y el veterano Eddy Moulton, que dedica su jornada a contar batallitas y a dormitar sobre su escritorio.

La rutina laboral de Dyson y Bob incluye algo que Frayn también había observado en la realidad: las pausas del mediodía para salir a comer. Y a beber.

Pasaba los viernes por la mañana en la oficina, revisando mi texto con John Silverlight, el editor jefe, y luego todos salíamos a tomar algo a la hora del almuerzo. Por la tarde me iba a casa. Algunos bebían mucho y luego volvían a trabajar. No sé cómo lo hacían.

Tras unas cuantas rondas, nuestros protagonistas vuelven a la redacción a seguir trabajando. El trabajo, esos sí, no es muy demandante, especialmente entre los subalternos de Dyson. La procrastinación está a la orden del día, y también el humo del tabaco. Imagina una oficina a lo Mad Men pero con mucho menos glamour, en la que los tres periodistas comparten una única máquina de escribir.

Entre crucigramas y cervezas, Dyson quiere medrar, quiere codearse con las clases altas. Casado y padre de dos niños muy intensos, compró una casa en el barrio que se pudo permitir con la esperanza de que la clase media lo acabara colonizando y gentrificando. De momento eso no ha sucedido, pero no se cansa de recomendar el barrio a todo conocido que busca casa, mientras un vecino lanza su basura cada tarde al pequeño jardín de los Dyson. Es un «quiero y no puedo» entre cómico y triste.

En su primer paso hacia esa ansiada fama, Dyson colabora en un programa de radio. Un día le hacen saber que una oyente africana ha pedido una foto suya. Tiene una admiradora y no deja de contárselo a toda persona que se le acerca. Pero su gran oportunidad llega cuando le ofrecen participar en una tertulia de la BBC sobre el conflicto racial. Allí coincide con un lord de medio pelo al que Dyson admira instantáneamente por su estatus. Me recordó al episodio de Fawlty Towers en el que aquel hotelero con ínfulas llamado Basil Fawlty (John Cleese), cae presa de los aristocráticos encantos de un falso lord —y verdadero estafador—. Tras un preámbulo cargado de alcohol, comienza un debate digno de —siguiendo con Cleese— los Monty Python: está claro que ninguno de los participantes sabe nada de conflictos raciales, ni importa.

Michael Frayn en 2011

Al igual que ocurre en La trampa maestra, los sueños de un protagonista de clase media que desea abandonar la mediocridad y subir unos peldaños en la escalera social son el motor de la trama.

No es la excelencia la que conduce a la fama, sino la fama la que conduce a la excelencia. Uno se labra una reputación y esa reputación permite que se alcancen las condiciones en las que uno puede hacer un buen trabajo.

Esta cita de Dyson resume su filosofía. Y la verdad es que no podemos negar que tiene algo de razón, desgraciadamente. Al menos, en los medios audiovisuales, en los que podemos encontrar a celebridades que consiguen colar un trabajo mediocre como bueno, consiguiendo audiencia (y ventas) gracias a una fama conseguida de manera dudosa.

Aunque estamos ante una novela humorística, Frayn es un observador muy agudo de las preocupaciones del ser humano y de los problemas de la sociedad y del sistema de clases. Algunos pasajes que reflejan los pensamientos de los protagonistas contienen una nota agridulce, como estas cavilaciones de Dyson (en boca del narrador omnisciente) acerca de esa casa cuya mediocridad pone de relieve su malestar con su posición en la sociedad, su descontento con su vida y su impotencia para conseguir sus sueños:

Dios tenía la mirada puesta en la casa, de eso no había ninguna duda. De manera lenta pero inexorable la iba acogiendo en su seno. Entraba a través de las paredes como lluvia, desde el suelo en forma de humedad, bajaba por la chimenea convertido en pájaros y obraba por caminos misteriosos a lo largo y ancho de la estructura como podredumbre seca, moho verde, ratones y tijeretas. Dyson conseguía alguna ventaja táctica con masilla y pintura plástica, pero luego se daba cuenta de que Dios había llevado a cabo una inmensa y estratégica infiltración a sus espaldas.

Aunque estamos antes una novela escrita en el 67 y que describe unos sucesos que tienen lugar a finales de los 50 y a principios de los 60, las observaciones de Frayn siguen muy en vigor. Al acabar la novela, tan solo me habría gustado que el autor dedicara algo más de tiempo a los dos personajes femeninos de la novela: Jannie, la esposa de Dyson y Tessa, la novia de Bob. Como suele ocurrir en las novelas de Frayn, ellas tienen los dos dedos de frente que les faltan a sus parejas, pero su papel es más pasivo, más de observadoras, como cuando Jannie presencia el espectáculo de su marido en el debate de la BBC pero le acaba diciendo que estuvo muy bien (aunque él sabe que miente).

Parece ser que los críticos suelen posicionar Al final de la mañana en el olimpo de las novelas acerca de la prensa, por debajo de la que se considera la más grande: ¡Noticia grande! (Scoop, 1938), de Evelyn Waugh, una sátira sobre el periodismo sensacionalista que no he leído pero que leeré para hacer mi ranking personal del género.

Más información:

  • Imagen de Michael Frayn de Chris Boland (web).
  • He leído el libro en inglés, pero hay una edición reciente de Impedimenta (2018) que tiene muy buena pinta. Aquí un extracto.

2 comentarios en “Al final de la mañana — Michael Frayn”

    1. Qué envidia, yo solo he podido ver la película. Y no es gran cosa. Espero que te guste «La trampa maestra» si la lees. Es muy divertida, aunque eso sí, hay páginas y páginas acerca de Brueghel y su época. El protagonista no es un experto, es un aficionado, y Frayn comparte toda su investigación con el lector. Si te interesa el tema, no será un problema, porque esa parte es muy amena. Muchas gracias por comentar, Juan.

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