Robert Forester puede parecer un hombre perfecto. Un ingeniero que ronda los 30, trabajador, paciente, educado, cortés. Quizás demasiado tranquilo si lo que te va es una vida social animada, pero por lo demás no pinta mal.
Sin embargo, poco después de conocerlo en El grito de la lechuza (1962), nos enteramos de una peculiaridad que mancha esa imagen positiva. Es un merodeador. Un voyeur. Un mirón —y no el del discóbolo—. Aunque hay que decir que, dentro de la escala de mirones, estaría en un nivel bajo. Su objetivo no son mujeres cambiándose de ropa, o en el aseo. Ni tocarse mientras mira. Él sale de trabajar y, si no consigue reprimir sus impulsos, conduce hasta la casa de una joven. Aparca a una cierta distancia, se aproxima a la vivienda con sigilo y se coloca detrás de unos árboles. Y la observa cocinar, poner la mesa, cenar con su prometido. Le parece una chica feliz y la mira como quien contempla un Hopper, solo que cambiando sus personajes tristones por una escena de dicha hogareña.
El problema de Robert es que se acaba de divorciar y está deprimido. Su exmujer, Nickie, está casi a la altura en cuanto a malicia y perversidad de la Amy de Rosamund Pike en Perdida (Gone Girl, David Fincher, 2014). Intentando huir de su influjo maligno, deja Nueva York y se traslada a Langley, un pueblo de Pennsylvania. Y allí es donde descubre que mirar a Jenny Thierolf tiene un efecto calmante para él. Observarla le hace recordar que la vida puede tener algún sentido:
Lo que él sentía, su sufrimiento, era parecido a una sed que necesitaba saciar. Necesitaba ver a la muchacha, necesitaba observarla. Admitido esto, también admitía correr el riesgo de ser sorprendido alguna noche […]. Sin embargo, debía aventurarse. Incluso aunque después nadie pudiera entender que observar a una chica realizando tranquilamente sus rutinas hogareñas le hiciera sentirse tranquilo, le hiciera ver que algunas personas podían encontrar propósito y alegría en sus vida, y casi le hiciera creer que él también podría recuperar ese propósito y esa alegría. La chica le estaba ayudando.
Robert se engancha a esta peculiar terapia y continúa acudiendo a observar a Jenny pese al riesgo. Hasta que una noche ella lo descubre y sale a hablar con él. En contra lo que cabría esperar, no se enfada ni llama a la policía. Le invita a entrar a su casa. Se acaban haciendo amigos. Y así, lentamente, de una manera inocente que no es percibida como tal por el novio de Jenny ni por el resto del pueblo, comienza el descenso a los infiernos de Robert.
¿Qué llevó a Patricia Highsmith (1921-1995), la célebre escritora y coleccionista de caracoles, a poner al bueno de Robert en esa situación? Internet nos ayuda a profundizar un poco más en gestación de este libro. La propia Highsmith había ejercido de merodeadora cuando era joven y trabajaba en los grandes almacenes Bloomingdale’s. Allí, en la campaña de Navidad, vendió una muñeca a una rica mujer rubia de la que se quedó prendada. Buscó su dirección en la base de datos de la tienda y la siguió a su casa. Aunque la historia en la vida real acabó pronto, puesto que Highsmith y la rubia no llegaron a conocerse, fue la inspiración para su novela Carol (llevada al cine por Todd Haynes en 2015), pero también para el peligroso pasatiempo de Robert en El grito de la lechuza.

El grito de la lechuza está narrada en tercera persona por un narrador omnisciente que toma principalmente el punto de vista de Robert, pero que cambia al de otros personajes en algunos capítulos.
Con un inicio más bien lento, el ritmo cambia tras las primeras ochenta o noventa páginas. A partir de ahí, el suspense te impide soltar el libro porque quieres —necesitas—constatar lo que vas intuyendo que va a pasar, ya que Highsmith es muy buena manejando lo que los anglosajones llaman foreshadowing: esos presagios o anticipos narrativos, elementos que van apareciendo en la historia que avanzan lo que a ocurrir después. Aunque no te dice explícitamente qué es lo que va a pasar, te va colocando moscas detrás de la oreja: primero una, luego otra, luego una más, y avanzas y avanzas para comprobar si lo que te están susurrando esas moscas es lo que va a pasar, o si la novela irá por otro lado. Crea una atmósfera claustrofóbica que te hace sentir el peligro muy cerca, en primera persona. Y lo hace con una prosa sencilla y directa, afilada, sin adornos innecesarios.
El grito de la lechuza es un thriller psicológico con elementos del genero negro que cultivó Highsmith en muchas de sus obras. La autora profundiza mucho más en la mente de sus personajes que otros autores puros del género negro de su época, buscando los motivos que les empujan a actuar como lo hacen. Es el caso de la depresión de Robert, que no se presenta solo como una consecuencia de su divorcio, sino que se detallan eventos de su niñez y adolescencia que buscan justificar o explicar su comportamiento presente, incluyendo su voyerismo, su búsqueda de un hogar feliz.
Pero esté o no justificada la incómoda afición de Robert, lo que está claro es que su entorno no se lo va a perdonar. Highsmith hace una crítica a la sociedad cerrada del pueblo que acoge —o no acoge— a Robert, a los rumores que generan una tensión latente que parece que conducirá en cualquier momento a un efecto Frankenstein —antorchas y rastrillos— o Fuenteovejuna.
Otros temas de El grito de la lechuza son la culpa, la mentira, la obsesión y la muerte. Y también el contraste entre apariencias y realidad, empezando por la imagen de Jenny en su casa, esa idea de felicidad que atrae tanto a Robert. ¿Es real, representa la Jenny de carne y hueso la felicidad que él anhela conseguir? Highsmith tendría hoy en día material muy sugestivo para historias como esta con solo echar un vistazo a Instagram.
Más información
- En 2021 se ha conmemorado el centenario del nacimiento de Patricia Highsmith, una autora reconocida sobre todo por su primera novela Extraños en un tren (adaptada al cine por Hitchcock) y por la serie de su personaje más popular, el carismático psicópata Tom Ripley (con diversas caras en el cine: Matt Damon, Dennis Hopper, John Malkovich…).
- Famosa por su ingenio y por un sentido del humor malvado, lo era también por su carácter difícil. Aún siendo gay, era homófoba y misógina. Pese a tener amantes judías, era antisemita. Parece que no se quería demasiado a sí misma, en este artículo (en inglés) podrás leer más.
- El grito de la lechuza se ha llevado al cine en dos ocasiones: por Claude Chabrol en 1987 y por Jamie Thraves en 2009. No he visto ninguna de las dos, aunque leo que esta última es mejor no verla y que la de Chabrol es de sus películas más flojas.