El contrato del dibujante (The Draughtsman’s Contract, 1982) es la primera película que vi del británico Peter Greenaway. Estaba en el instituto, en los 80 (para los jóvenes: la época de Stranger Things). Una amiga y yo la alquilamos en un videoclub. Ella se compraba el Fotogramas y seguramente habíamos leído allí alguna crítica. Con ella siempre veíamos cine de verdad, nada de estrenos populares. Se lo tengo que agradecer, porque esta es de las que se han quedado conmigo para siempre, pese a que solo la había visto aquella vez.
Hace unos días estaba escuchando Aquí hay dragones y Rodrigo Cortés —ese que habla tan bien que da igual de lo que hable— puso en su sección un fragmento de «Chasing Sheep is Best Left to Shepherds» (algo así como «es mejor dejar que sean los pastores los que persigan a las ovejas»), pieza tal vez no muy conocida por su título pero sí por su melodía barroca y repetitiva, quizás la pieza más popular de Michael Nyman. Y bueno, me picó el gusanillo de volver a ver El contrato del dibujante, aquella película tan diferente de la que recordaba la buena impresión que me había causado. Y como está en Filmin, fue dicho (o mejor, pensado) y hecho.
Se trata de una edición remasterizada. Leo que la película se rodó en 16 mm y luego se pasó a 35 mm para su estreno en cines. Como profana en el tema, esto me suena a pérdida de calidad. En 2003 se restauró digitalmente y se publicó en DVD. Aún así, la calidad es de su época, con una imagen granulada que, al inicio, podría tomarse por un episodio de la serie The Black Adder. Este efecto se acentúa por lo exagerado de las ropas de los protagonistas (con pelucas puntiagudas y tocados enormes que no podrían pasar por la puerta de un piso del siglo XXI) de esta película ambientada en la Inglaterra de finales del siglo XVIII.
Una vez superada esta nimiedad, volvieron las sensaciones de aquel visionado de los 80. Volver a ver una película que viste en tus años mozos tiene algo de magdalena de Proust: te pones a buscar el tiempo perdido. Eso sí, la ves con otra perspectiva: entonces era mucho más joven que todos los personajes de la película y ahora soy de la quinta de Mrs. Herbert, la madura propietaria de la mansión que firma el primer contrato con el susodicho dibujante. Si no más vieja —y mucho, mucho menos pudiente—.
Pero vayamos al grano.
El contrato del dibujante nos presenta a Mr. Neville, un artista arrogante que es contratado por Mrs. Herbert para que dibuje doce paisajes de su mansión y de los jardines que la rodean. Los dibujos serán un regalo para su marido, que está unos días fuera de la casa. La relación entre los Herbert no es muy buena, eso queda claro. El sobrado de Neville rechaza el encargo, le dice a Mrs. Herbert que no podría pagarle lo que cuestan sus dibujos. Una cosa lleva a la otra y acaban firmando un contrato en el que Mrs. Herbert ofrece su cuerpo como parte del pago.
Neville llega a la casa cargado con sus enseres de dibujante de la época —como el marco con cuadrícula que utiliza para reproducir el paisaje con precisión—, vestido de blanco y negro y con un largo pelucón oscuro que contrasta con las pelucas blancas y empolvadas de los pomposos aristócratas que viven en la mansión. Es un tipo atractivo —un Anthony Higgins magnético, con un físico nacido para llevar casacas, calzones, encajes y peluca—, muy engreído pero con un punto de inocencia que será muy importante para la trama.
Hablando de trama, Filmin nos dice que El contrato de el dibujante ofrece una trama de «suspense heredera de la mejor Agatha Christie». Creo que eso puede ser un decepcionante para los fans de los crímenes resueltos de la autora británica. Es cierto que hay un misterio que se va desvelando de manera sutil en los dibujos de Neville, con pistas como piezas de ropa, elementos que aparecen y desaparecen de los paisajes que el artista trata de plasmar con precisión. Pero el final es mucho más abierto, no tenemos a un Poirot atando todos los cabos sueltos. Para Christie la trama lo es todo. Para Greenaway, parece un accesorio que le permite desarrollar los temas de la cinta (muerte, sexo, arte, poder) y su pasión por los puzles, la estética y la simetría.
El contrato del dibujante está más cerca de Blow-up (Antonioni, 1966), la película en la que un fotógrafo encuentra algo inesperado en unas tomas que ha hecho en el parque, y Barry Lindon (Kubrik, 1975), acerca de las andanzas de un vividor irlandés del siglo XVII. Recuerda también a La conversación (Coppola, 1974).
Por otro lado, destaca el tema de la perspectiva. No solo la literal, la que vemos en los dibujos de Neville. La trama exige que vayamos viendo estos dibujos y su evolución. Al parecer, es la mano del propio Greenaway, pintor antes que director, la que vemos trazando las líneas que van componiendo los paisajes. La cuadrícula que usa Neville refuerza la sensación de precisión, de querer plasmar la realidad tal y como es. Se vanagloria de que no se le escapa detalle.

Pero está también la perspectiva entendida como punto de vista. Empezamos siguiendo la mirada de Neville, que examina a los empolvados aristócratas desde su marco, convencido de que es capaz de capturar y entender su presuntuosa realidad de manera objetiva. Neville es como una cámara fotográfica. Dibuja basándose en el postulado básico del dibujante realista: dibuja lo que ves y no lo que sabes. Sin imaginación, algo que irá en su contra al final. Más adelante vamos entendiendo la situación desde el punto de vista de los habitantes de la mansión, especialmente Mrs. Herbert y su hija, que acaba firmando un contrato con Neville similar al de su madre, aunque con un objetivo mucho más ambicioso.
Dicen que El contrato del dibujante es la película más asequible de Greenaway. No puedo opinar, he visto solo unas pocas más de este director, tachado muchas veces de pedante. Esta película no me parece pedante: es divertida (con escenas de diálogos aparentemente inconexos que van revelando detalles de la trama, como los dibujos), cargada de ironía, fascinante y desconcertante. Tiene un toque teatral, con interiores iluminados solo con la luz de las velas. Y esos exteriores simétricos que parecen cuadros barrocos, acompañados por la música hipnótica de Nyman. Solo por eso ya valdría la pena.
Más información:
- La película se rodó en Groombridge Place, una residencia privada que permite visitas en sus jardines, bosques y canales.
- Michael Nyman compuso su «Chasing Sheep is Best Left to Shepherds» basándose en una pieza del inglés barroco Henry Purcell. Aquí van las dos, para comparar: