Deseando amar

El cine nos coloca en una posición de voyeurs. Con todas las comodidades: desde el sofá, desde la cama, desde la butaca del cine, con o sin palomitas, ahí estamos: presenciando las intimidades de esas personas desconocidas como si no hubiéramos hecho otra cosa en la vida. Tenemos años y años de práctica en los genes, porque el teatro es más de lo mismo. Y qué decir de la literatura, que nos introduce en la cabeza de otras personas como si fuéramos aquellos que pagaban por meterse en la mente de John Malkovich en la película de Spike Jonze (con guion del genial Charlie Kaufman, excavador y traductor del subconsciente). ¿Y el arte? Más de lo mismo.

Night Windows, de Edward Hopper (fuente)

Hay obras que te colocan aún más en esa posición, hasta el punto de que puedes llegar a sentir una cierta incomodidad por estar viendo y escuchando esas cosas íntimas de las que no eres partícipe. Y no: no hablo del porno. Puede que te vengan a la cabeza películas como La conversación (1974), de Coppola, en la que te metes en los zapatos del detective Harry Caul y escuchas con él la conversación de la pareja a la que está espiando con un celo que va más allá de lo profesional, pero también acabas conociendo a fondo las intimidades del introvertido Caul. O La vida de los otros (2006), la cinta de Von Donnersmarck en la que somos testigos de todo lo que escucha a través de sus —grandes— cascos Gerd Wiesler, el oficial de la Stasi que espía todas las conversaciones de una pareja de intelectuales sospechosos de ir contra el régimen de la FDA. A la vez, nos metemos en la casa vacía de Wiesler, tan vacía como su vida. O La ventana indiscreta (1954), de Hitchcock, en la que aparece el voyeur más puro de esta lista, puesto que su espionaje del vecindario no es profesional sino un pasatiempo provocado por el aburrimiento al quedarse confinado en casa con una pierna escayolada desde el pie hasta la ingle.

Pero tampoco me refiero a películas en las que el protagonista sea necesariamente un voyeur. Pienso, por ejemplo, en ¡Olvídate de mí!, la horrible traducción de Ethernal Sunshine of the Spotless Mind (2004), el verso de Pope que Michael Gondry eligió para titular su película sobre el amor y la memoria (con guión de Kaufman, de nuevo). Ahí contemplas la relación fragmentada de Clementine y Joel tan de cerca que duele. Y pienso en Deseando amar (Fa yeung nin wa / In the mood for love, 2000), la película de Wong Kar-wai cuya versión remasterizada en 4K acabo de ver en Filmin.

Deseando amar (Fa yeung nin wa / In the mood for love, 2000) es la película probablemente más conocida del hongkonés Wong Kar-wai. Hasta la semana pasada solo había visto Chungking Express (1994) y su cinta norteamericana My Blueberry Nights (2007). Ambas me gustaron, pero —por lo que sea— se me había quedado en la lista de deseos la que muchos críticos llaman su obra maestra. Veinte años he tardado, nada menos, aunque siempre puedo decir que estaba esperando la remasterización.

La sinopsis de Deseando amar es muy simple. Dos vecinos descubren que sus respectivas parejas son amantes, después se van conociendo y se enamoran, pero deciden que no quieren seguir el camino indecoroso y deshonesto de los otros, por lo que acaban distanciándose. A partir de este planteamiento, se construye una historia que exige implicación al espectador, entregándole a cambio esa sensación que comentaba de estar espiando a esta pareja, de conocer tan de cerca su relación que es imposible que no te lleguen sus emociones.

Conocemos a Chow Mo-Wan (Tony Leung), periodista en un diario local, y a Su Lizhen (Maggie Cheung), secretaria en una empresa de exportación, cuando se mudan a vivir con sus parejas al mismo edificio. Estamos en Hong Kong, en los años 60. Ambos matrimonios han alquilado una habitación en dos pisos vecinos de un mismo bloque, puerta con puerta. Un error de los operarios de la mudanza, que llevan parte de las pertenencias de los Chan al piso de los Chow y viceversa, presagia cómo se van a entrelazar esas vidas.

Antes de que los protagonistas se conozcan e intimen ya vamos asumiendo nuestro rol voyerista en esta película, ya que entramos en esos pisos pequeños y llenos de gente: la familia propietaria, sus familiares y/o amigos y los matrimonios que alquilan las pequeñas habitaciones. La sensación de estar espiando se acentúa por los planos, que muestran a menudo escenas parciales, cortadas por marcos de puertas o ventanas o reflejadas en espejos. Los vigilamos, pero no de cerca, esos elementos nos colocan a una cierta distancia.

Un tema que surge antes de que la relación empiece es el del aislamiento, de la soledad de ambos personajes pese a que los pisos que habitan recuerdan al camarote de los hermanos Marx por la cantidad de gente que se junta en los reducidos espacios. Esa algarabía pone aún más de relieve las vidas solitarias de Chow y Su en sus habitaciones, ya que sus respectivos cónyuges pasan mucho tiempo fuera de casa por razones de trabajo (o esa es la excusa). Desde sus espacios privados, se oyen las conversaciones de los otros: sentirse solo no es lo mismo que estar solo. Y en su caso, además, no pueden disfrutar de las ventajas de la soledad, como la privacidad, la autonomía o la libertad. Porque no pueden salir o entrar de su habitación sin que sus caseros —y el resto del vecindario— se enteren.

Es un escenario claustrofóbico.

Esta limitación de espacio empuja a Chow y a Su a conocerse, a base de cruzarse en los pasillos del edificio y en las estrechas escaleras que conducen al lugar donde compran su cena cada día.

Estos breves encuentros se muestran en cámara lenta y desde distintos ángulos, acompañados de manera implacable por el hipnótico violín de «Yumeji’s Theme» (Shigeri Umebayashi), una melodía de vals evocadora y con un punto inquietante que se convierte en la banda sonora de esta relación (y en la de tu vida cuando terminas de ver la película: aún sigue aquí, conmigo).

Al lento y elegante compás de 3/4, la relación se va estrechando. El tiempo pasa, lo notamos por los frecuentes cambios de qipao de Su Lizhen, un vestido tradicional elegante y encorsetado, con un cuello alto y rígido que apunta a la rectitud moral del personaje. En una cena en un restaurante, desvelan que saben que sus parejas están teniendo una relación. A partir de ese momento inician un juego de rol en el que se ponen en la piel de sus parejas, o simulan escenas en las que se enfrentan a ellos, queriendo saber la verdad. Chow convence a Su para que le ayude con la escritura de su novela de artes marciales y se citan en la habitación de un hotel. El amor surge —lo vemos aparecer en esos planos fragmentados, en la cara de él antes, después en la de ella—, pero las convenciones sociales y sus propias barreras morales lastran la relación. Se agradece que Wong Kar-wai deje la historia de lo que pasó entre ellos bastante abierta, de manera que cada espectador puede completar la narrativa y recordar una película diferente.

Además del vals de Umebayashi, destaca la música de Nat King Cole en español, que contrasta con las costumbres que vemos en pantalla a la vez que subraya lo incierto del futuro de esta pareja:

Y así pasan los días
Y yo desesperado
Y tú, tú, contestando
Quizás, quizás, quizás

Otro tema a destacar es el de la memoria. El epílogo nos deja esta reflexión sobre la falibilidad de la memoria. Incluso cuando se han vivido sentimientos y emociones como los que enseña esta película, el tiempo se encarga de ir borrando los contornos, de difuminar y distorsionar los recuerdos hasta que resulta imposible distinguir los reales de los construidos.

Él recuerda esa época pasada como si mirase a través de un cristal cubierto de polvo. El pasado es algo que puede ver, pero no tocar. Y todo cuanto ve está borroso y es confuso.

Tengo que reconocer que tuve la desfachatez de ver esta película en la pantalla de mi portátil, de 13 pulgadas. Debo volver a verla a lo grande en algún momento, porque es un poema visual que lo merece: los mencionados encuadres, la paleta de colores utilizada (rojos, verdes, ocres), la iluminación suave (siempre en interiores o en exteriores nocturnos), los movimientos de cámara a mano (algo forzado, según su director de fotografía Christopher Doyle, por los diminutos espacios en los que rodaron). Pero la parte positiva de haberla visto así es que lo hice con auriculares. Sin sonidos externos que enturbiaran el placer auditivo que es ver esta película: no solo la música mencionada, sino también los pasos, la lluvia, las piezas del mahjong sobre la mesa, el repiqueteo de las máquinas de escribir, teléfonos que suenan (a veces sin respuesta).

En definitiva, Deseando amar es una experiencia que recomiendo a cualquier persona que no necesite una trama compleja, ni una narrativa clara y lineal, ni un final preciso y feliz (y aún así, de lo más romántico que he visto) para disfrutar de una película. Es de las que requieren un esfuerzo por parte del espectador —hay un puzle que montar y no están todas las piezas—, pero vale mucho la pena. Que ya está bien de estar ahí mirando sin hacer nada.

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