Cuando ya se han apagado hasta las calabazas más testarudas de Halloween, traigo una historia que puede ser o no ser de fantasmas. Es el brevísimo relato «Una casa encantada» («A Haunted House«, 1921) de Virginia Woolf, tan breve que en esta ocasión lo publicaré entero. El texto original no llega a las 700 palabras, la traducción (mía, perdón por adelantado) las supera levemente.
Lo he llamado relato, pero «Una casa encantada» se mueve entre géneros: se sirve de la elipsis como un buen microrrelato, dejando que el lector o la lectora llenen los muchos huecos que quedan en la historia que Woolf narra; su lenguaje evocativo y el ritmo nos permitirían categorizarlo como prosa poética. Tampoco encontramos la estructura típica de planteamiento, nudo y desenlace, por lo que podría encajar en alguno de estos dos géneros mejor que en el de relato. Aunque lo de menos, como siempre que traigo por aquí alguna lectura, es el género.
En «Una casa encantada» adoptamos el punto de vista de los moradores de una casa que notan la presencia fantasmal de otra pareja que habitó la misma vivienda en el pasado. Son detalles, ruidos extraños, reflejos, puertas que se abren y se cierran en la lejanía. La narradora trata de encontrar el origen de los ruidos y a la vez vemos cómo los fantasmas van recorriendo la casa buscando algo, su tesoro escondido. El relato deja abierta a la interpretación de sus lectores si los fantasmas son reales, producto de un sueño, si son el resultado de la imaginación de la narradora, etc.
Una posible lectura de «Una casa encantada» es que Virginia Woolf trató de retratar aquí esa sensación que todos hemos tenido alguna vez, la de «notar» que hay algo o alguien cerca, o la de percibir un movimiento con el rabillo del ojo que desaparece en cuanto tratas de mirarlo de frente. ¿Estoy hablando de fenómenos paranormales? No necesariamente (no podría, no he tenido el placer —o dolor— de experimentarlos). Son esas sensaciones o ruidos que, ayudados por la imaginación humana, nos pueden sugerir otra cosas. Leonard Woolf escribió que su mujer se inspiró en la experiencia vivida en un cottage que la pareja alquiló en Asheham (Sussex) entre 1912 y 1919:
Por la noche se oían ruidos extraños tanto en los sótanos como en el desván. Parecía como si dos personas caminaran de cuarto en cuarto, abriendo y cerrando puertas, suspirando, susurrando… Nunca he conocido una casa que tuviera un carácter tan fuerte, una personalidad propia; romántica, amable, melancólica, encantadora, fueron Asham y sus fantasmales pasos y susurros los que dieron a Virginia la idea para «Una casa encantada», y puedo ver, oír y oler la casa en cuanto leo las palabras iniciales.
Fuente

Asheham (o Asham) House fue (tristemente) demolida en 1994. Fuente imagen
Relato modernista
Hay que recordar que «Una casa encantada» se encuadra dentro del modernismo anglosajón, movimiento del que Virginia Woolf fue una de las más destacadas exponentes. Woolf experimentó con distintos tipos de escritura, siendo el ejemplo más popular el stream of consciousness (monólogo interior o flujo de conciencia) de La señora Dalloway. En «Una casa encantada», algunos rasgos modernistas son la estructura no linear del relato, los cambios de foco (se va alternando el punto de vista de la narradora y el de la pareja de fantasmas), los diálogos fragmentados, etc.
¿Y por qué eligió una historia de fantasmas? Ella misma nos lo cuenta haciendo referencia a Anne Radcliffe (1764–1823), la novelista británica precursora de la novela gótica de terror. En un ensayo sobre los relatos de terror de Henry James publicado en 1921, Woolf incitaba a los escritores a buscar nuevas formas de llevar lo sobrenatural a los lectores modernos:
Admitir que lo sobrenatural fue utilizado por última vez por la Sra. Radcliffe y que los nervios modernos son inmunes a la maravilla y el terror que los fantasmas siempre han inspirado sería rendirse demasiado fácilmente. Si los métodos antiguos son obsoletos, es responsabilidad del escritor descubrir nuevos. El público puede volver a sentir lo que una vez sintió, no hay duda al respecto; solo que de vez en cuando el punto de ataque debe cambiarse.
Yo llegué a este relato a través del cine. La primera frase («Whatever hour you woke there was a door shutting») aparece en A Ghost Story (David Lowery, 2017), esa cinta en la que Casey Affleck se pasa aproximadamente el 90% del metraje bajo una sábana blanca con dos agujeros y en la que vemos durante cinco largos minutos como Rooney Mara llora al tiempo que engulle una tarta. Quizás no la estoy vendiendo bien, pero es que son dos de esas cosas que se le quedan a una en la memoria: en realidad, A Ghost Story me encantó. Creo que ese Affleck que no es capaz de abandonar su casa tras su muerte (invisible e inofensivo para los vivos, no es Poltergeist, ni Ghost), habitándola como triste espectador, expresa de manera muy visual eso de que la vida sigue cuando nos vamos.
Pero A Ghost Story no intenta llevar al cine «Una casa encantada» (aunque, desde luego, toma la palabra de Woolf y cambia el «punto de ataque» cinematográfico de la clásica historia de fantasmas). En lo que sí se asemejan tanto el relato como la película es en que ambas obras requieren que la persona que las ve y las lee ponga mucho de su parte, que piense que significan esas imágenes, esas palabras, y cómo le hacen sentir. En mi caso, las dos experiencias (ver a Affleck con la sábana, leer el cuento de Woolf) se parecieron a al efecto que me causa contemplar el cielo estrellado en silencio, esa sensación de insignificancia, de formar parte (minúscula) de algo enorme e incomprensible. ¿Es triste? Sí y no. Porque ayuda a poner otras cosas en perspectiva. A constatar lo microscópicas que son muchas de las tonterías que nos preocupan en el día a día. De nuevo: depende de cada lector/a, espectador/a. (Y paro ya, o acabaré soltando alguna paulocoelhada).
Y vamos a por el relato. Si prefieres leerlo en su versión original (harás bien), lo encontrarás en este enlace.
Una casa encantada — Virginia Woolf
A cualquier hora que te despertaras, una puerta se estaba cerrando. Iban de habitación en habitación, cogidos de la mano, alzando aquí, abriendo allá, comprobando: una pareja de fantasmas.
—Aquí lo dejamos —decía ella.
Y él añadía:
—¡Oh, pero aquí también!
—Está arriba— murmuraba ella.
—Y en el jardín— susurraba él.
—En silencio —decían—, o los despertaremos.
Pero no nos despertabais, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», una podía decir, y seguía leyendo un par de páginas. «Ahora lo han encontrado», tenía la certeza, el lápiz detenido en el margen. Y después, cansada de leer, me podía levantar y ver con mis propios ojos la casa completamente vacía, las puertas abiertas, tan solo los alegres sonidos burbujeantes de las palomas torcaces y el zumbido de la máquina trilladora en la granja. «¿A qué he venido aquí?». «¿Qué quería encontrar?». Mis manos estaban vacías. «¿Quizás sea arriba?». Las manzanas estaban en el desván. Y entonces volvía a bajar, el jardín seguía tan tranquilo como siempre, salvo por el libro que se había caído a la hierba.
Pero lo habían encontrado en la sala. Nosotros ni siquiera los veíamos. El cristal de las ventanas reflejaba manzanas, reflejaba rosas; todas las hojas eran verdes en el cristal. Si se desplazaban en la sala de estar, la manzana solo mostraba su lado amarillo. Sin embargo, un instante después, si la puerta estaba abierta, desparramado por el suelo, colgado de las paredes, suspendido del techo… ¿qué? Mis manos estaban vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; desde los más hondos pozos de silencio arrulló la paloma torcaz. «A salvo, a salvo, a salvo», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro enterrado; la habitación…», cesó el latido. ¿Sería ese el tesoro enterrado?
Un instante después la luz se había disipado. ¿Quizás afuera, en el jardín? Pero los árboles tejían penumbra para un rayo de sol errante. Tan bello, tan extraño, serenamente hundido bajo la superficie, el rayo que yo buscaba ardía siempre tras el cristal. La muerte era el cristal; la muerte estaba entre nosotros; alcanzó primero a la mujer, hace cientos de años, dejando la casa abandonada, sellando las ventanas, oscureciendo las habitaciones. Él dejó la casa, la dejó a ella, se fue hacia el norte, hacia el este, vio aparecer las estrellas en el cielo meridional; buscó la casa, la encontró abandonada tras las colinas. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «Vuestro tesoro».
El viento ruge en la avenida. Los árboles se inclinan y se doblan de un lado a otro. Los rayos de luna chapotean y se derraman furiosos en la lluvia. Pero el haz de la lámpara cae recto desde la ventana. La vela arde firme y sosegada. Deambulando por la casa, abriendo las ventanas, susurrando para no despertarnos, la pareja de fantasmas busca su alegría.
—Aquí dormíamos —dice ella.
Y él añade:
—Besos sin fin.
—Despertar por la mañana…
—Plata entre los árboles…
—En el piso de arriba…
—En el jardín…
—Cuando llegaba el verano…
—En las nevadas invernales…
Las puertas se siguen cerrando a lo lejos, golpeando suavemente como el latido de un corazón.
Se acercan más; se detienen en el umbral. El viento sopla, la lluvia desliza su plata por el cristal. Nuestros ojos se oscurecen, no oímos pasos cerca; no vemos a ninguna mujer extender su manto fantasmal. Él tapa el farol con las manos.
—Mira —susurra —Profundamente dormidos. El amor en sus labios.
Se inclinan, sujetan su farol de plata sobre nosotros, nos miran intensamente. Se detienen un largo rato. Entra directo el viento; la llama se inclina levemente. Rebeldes rayos de luna recorren el suelo y la pared y, al toparse con ellos, pintan sus rostros inclinados; los rostros meditativos, los rostros que buscan a los durmientes, que buscan su felicidad oculta.
«A salvo, a salvo, a salvo», late orgulloso el corazón de la casa.
—Tantos años —suspira él.
«Habéis vuelto a encontrarme».
—Aquí —murmura ella—, dormidos; leyendo en el jardín; riendo; girando las manzanas en el desván. Aquí dejamos nuestro tesoro…
Se inclinan, su luz me abre los párpados. «¡A salvo, a salvo, a salvo!», el pulso de la casa late violento. Me despierto y grito:
—¡Oh! ¿Es este vuestro tesoro enterrado? La luz en el corazón.
¿Prefieres leerlo en pdf? Aquí puedes descargar la traducción:
Más información:
- Análisis muy completo del relato en el blog Interesting Literature (en inglés). De ahí proviene el párrafo del ensayo sobre Henry James.
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¡Hola! Yo leí este relato hace tiempo, en su momento hasta me hizo gracia por la forma en que se relata. No sabía que se había inspirado por una experiencia personal. «A Ghost Story» es una película que me intriga pero es de que un personaje se la pase la película con una sabana encima me hecha para atrás, siento que no voy a poder tomármela enserio. Buena entrada 🙂 ¡Saludos!
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¡Hola, Noctua! Pues ahora que lo dices, igual es otro punto en común entre la película y el relato. Aunque Woolf toque temas trascendentales, su escritura siempre tiene ese punto de humor, de ingenio, tan British. En el relato, hay como una especie de juego del gato y el ratón: la mujer que persigue a esos dos fantasmas que siempre le dan esquinazo. En la película, está esa sábana que es como una parodia de fantasma (que encajaría más en una Scary Movie que en una película «seria»). Y, sin embargo, bajo esa capa de humor, de lo grotesco, queda un mensaje mucho más profundo (al menos, es lo que me pasó a mí). Gracias por pasar por aquí 🙂
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Hola, Cinelibrista. No he visto A Ghost Story, pero por lo que cuentas parece que participa del espíritu de este cuento. Es una mirada esperanzada a las sombras que nos rodean, sombras a las que Virginia Woolf terminó abrazándose. Precioso el cuento y tu texto. Gracias por la traducción, que me parece fantástica. Saludos 🙂
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Me encanta tu frase, esa lectura que has hecho del relato y cómo lo has hilado con el triste final de la autora. Es genial. Muchas gracias por pasar por aquí y comentar 🙂
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